(Por Juan Burghi)
Con su pechera rosada y su levita marrón; con ese cuerpo robusto y ese aire de gran señor, nadie lo imaginaría tan delicado cantor. Muere el sol y, junto al río, da sus silbos el zorzal: la tarde que se marchaba se volvió para escuchar; el agua que iba corriendo se detuvo hecha un cristal; el aire quedó en suspenso; la brisa, sin respirar; abrió una boca tamaña la luna sobre el sauzal, y con lágrimas de estrellas el cielo rompió a llorar... Anochece... junto al río, sigue cantando el zorzal.
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